Pizzería merece mi amor: tratado sobre la estética
Por Antonella Sorrentino |
Casi nunca camino hasta el supermercado de mi
barrio, ese espacio geográfico que a veces habito. Pero cuando sucede hago el ejercicio de pensar en medio de la vida
cotidiana en abstracciones, en esos conceptos que por ser generales me resultan
inabarcables, inaprensibles.
Ayer, por ejemplo, mientras caminaba con la lista
en la mano llegó la inoportuna pregunta: ¿qué es lo bello? Así, con pronombre impersonal. Allí inicia
el enorme esfuerzo que radica en no pensar -por ese vicio que acecha a los que
nos vemos envueltos en eso que algunos llaman “la academia”, cosa que no es más
que la organización del mundo según las acartonadas normas APA- de acuerdo a
las categorías que nos facilitan las definiciones y nos vuelven aún más tontos.
No, al contrario, es un ejercicio que exige el descomunal esfuerzo, al menos
para mí que carezco de la sensibilidad necesaria para captar el mundo, de
pensar en las particularidades.
Una fuerza inexplicable me detiene frente a la
pizzería de mi barrio, que se llama Pizzeria,
sin más, su cartel versa simplemente Pizzería
y pienso que es una genialidad porque no hay nombre más triunfal para ese
local. Tiene las paredes de un color azul intenso y dos o tres mesas de
plástico negras afuera, cerca de un enorme cantero en el que hay una palmera en
el exacto centro, de tal manera que la distancia entre ella y cualquiera de los
vértices es milimétricamente igual. Siempre me llamó la atención la presencia
de estos árboles en mi ciudad, puesto que no hay nada más lejano a la playa en
este paisaje de 1152 metros de altura a nivel del mar. Pero allí, en Pizzería, la palmera forma parte del
lugar con su justa armonía. La atiende el mismo muchacho que hornea, cobra,
lleva a la mesa y recoge los pedidos telefónicos. Ayer tuve la experiencia de lo bello, en ese lugar con las luces
tenues, amarillas, "cálidas" diría un decorador de interiores que se
escandalizaría hasta el hipo ante mi contemplación hipnótica de la belleza de Pizzería.
Mientras camino cargando las bolsas por la
callecita que anuncia “Blando esp.” pienso: ¿no es acaso eso la belleza? Lo que
pertenece a un lugar dijo una vez alguien que amo. Aquello al costado de lo
hegemónico no por mera rebeldía sino al contrario, por esa equilibrada
adecuación al ecosistema sin caer en la falacia del esencialismo. Lograr ese
equilibrio de pertenencia pero sin mímesis. Alcanzar ese sabor hirsuto y
preciso que le da una rudeza lejana a la moda snob de la masa madre. Es bello
por la arquitectura con sus proporciones exactas. Alcanzar y sostener ese
difícil punto de ecuanimidad en la existencia es lo bello.
Ella, Pizzería,
es tan perfecta y estoy convencida con una certeza que asusta de que está hecha
para mí y que a su vez soy yo quien le da su estatuto de existencia. Una
especie de reciprocidad necesaria, simbiótica, entre ella y yo en la inmensidad
del universo. Somos de tal manera la una para la otra que es la única que sabe
acompañarme en esa melancólica soledad de la que a veces disfruto y otras
tantas sufro con agonía cuando me duele el mundo. Duele, pero alguien responde.
Hola, ¿Pizzería?, mandame media pizza
de anchoas para el Block 13, por favor.
***
Imagen 1: Pablo Toblli
Imagen 2: Antonella Sorrentino
***
Antonella Sorrentino es Lic. en Psicología. Practicante del psicoanálisis. Especialista
en Psicología Clínica. Especialista en Drogadependencias. Docente UCASAL.
Tesista en Maestría en Clínica Psicoanalítica-UNSAM. A veces escribe.
Comentarios
Publicar un comentario