Ensaiku
Por Juan Pablo Sáenz Gil |
Estoy sentado frente al jardín,
observando la tarde soleada. Sobre la mesa hay algunos libros escritos por
otros y algunos cuadernos escritos por mí. Las aves musicalizan el momento con
una sinfonía salvaje. Me dispongo a escribir un ensayo sobre el haiku y el
problema del tiempo. Pero antes del tiempo, se presenta un problema previo: el
ensayo implica un proceso analítico y el haiku –por la naturaleza de la experiencia que
propone y por la forma de expresión que adopta– exige no ser analizado ni,
mucho menos, explicado. Diseccionar un haiku para escarbar entre sus entrañas
literarias (como lo hizo Poe con El
Cuervo en su Filosofía de la
composición) implicaría una profanación imperdonable de su propósito
trascendental. El escriba del haiku intenta dejar en suspenso la mente
analítica, conectar con la experiencia fenomenológica del momento y aguardar un
mensaje trascendente. Y detrás del problema analítico se esconde, en esencia,
la dualidad primordial: el ensayo implica –necesariamente– un «yo» que piensa, y el haiku, por el
contrario, requiere que el «yo» se evapore durante la eternidad del instante.
En el haiku el poeta debe desaparecer del poema, transgrediendo la frontera
kantiana entre sujeto y objeto, para diluir al observador en el océano del
universo observado; Carl Sagan lo sentenció: «somos el universo contemplándose
a sí mismo». En este sentido, el haiku invita a invisibilizar el «yo» que el
ensayo pretende reivindicar.
Aparto la vista del texto que estoy
escribiendo y contemplo el paisaje reverdecido de primavera, tratando de
ignorar momentáneamente la existencia de mi «yo» para diluirme en la metafísica
del instante. El viento agita las ramas de la mora y la luz del sol ilumina sus
hojas. Las aves, agazapadas, sincronizan su canto sobre el susurro del viento
invisible. Los libros permanecen sobre la mesa. La hamaca vacía se mece. Las
sombras de los árboles contrastan con el suelo rojo de la galería. Aguardo el
destello de un haiku incipiente, pero prevalece una penumbra mental. Y aquel
instante –petrificado en este párrafo
intrascendente– ya no existe. El paisaje que
ahora contemplo es casi idéntico, pero ya es otro completamente diferente. Y
vuelve a emerger el «yo» en su máxima expresión, evocando la pregunta sobre el
tiempo: ¿Cuánto dura un instante?
En el Visnú Purana leí que la mínima unidad de tiempo hindú era el guiño del ojo; curiosa similitud con
ciertas expresiones populares: en un abrir y cerrar de ojos, en un parpadeo.
Recuerdo que de niño jugaba a abrir y cerrar los párpados con la mayor velocidad
posible, simulando el obturador de una cámara, para imaginar que la realidad
era una película conformada por una sucesión de innumerables fotogramas. Luego,
de jóven me asaltó una duda existencial: ¿Cuál es el fotograma de la realidad?
Recuerdo haber leído, en aquella época, que la porción de tiempo más pequeña
que puede ser medida es el tiempo de
Planck: representando una cifra inconcebible de fotogramas por segundo.
Pero a través del cerebro humano no es posible acceder a magnitudes cuánticas,
por lo que es necesario pensar en escala neuronal: según estudios recientes, el cerebro requiere 13 milisegundos
para procesar las imágenes; de lo que se deduce que percibimos la realidad a
una frecuencia de aproximadamente 77 fotogramas por segundos. La brecha entre
el instante del universo y el instante del observador es abismal.
Trato de percibir la duración mínima de
un instante, en busca de un haiku escondido detrás del tiempo. Las hojas vibran
sutilmente por el paso de una brisa fantasmal. Un ave canta en la rama de un
árbol, el ave vuela y la rama queda temblando. El sol centellea entre las hojas
de otro árbol. Cada imagen implica un movimiento, y cada movimiento implica
cientos de fotogramas. Resulta imposible atrapar un instante. Francisco Villaba
–traductor de haikus– habla de la «esencia pre-simbólica»
del haiku, que generalmente toma la forma de «un sintagma nominal, sumamente
breve» evitando los verbos y los conectores lingüísticos, dando como resultado
una imagen estática, sin movimiento, sin sujeto y lo suficientemente ambigua
para generar una disonancia en el lector… la «riqueza polisémica del texto» que
refirió Ezequiel Ferriol –otro
traductor de haikus–. Esta
cualidad exótica propiciada por las particularidades del idioma japonés se
pierde, según Villalba, en las traducciones a lenguas occidentales. Vuelvo a
percibir mi entorno. Hojas verdes, luz de sol, arbusto iluminado, libros
apilados, silla vacía, hamaca vacía, puerta de madera entreabierta, cielo
claridad tarde primavera… pero el destello no emerge.
Podría parecer que el propósito del
haiku es condensar una imagen, estática y sin sujeto, en un texto de diecisiete
sílabas distribuidas en tres versos sin rima. Pero Ferriol advierte que, más
allá de la estructura formal del poema, hay elementos que no pueden omitirse,
entre ellos: el kireji, una unidad
textual que sirve para «marcar una oposición o cambio en la lógica, la retórica
o el tono del discurso». Y es aquí, quizás, donde reside la esencia
trascendental del haiku. Una imagen con el sujeto diluido, con el tiempo
congelado y la acción invisibilizada no basta, es necesaria una disonancia
cognitiva que provoque una grieta sobre el muro de la caverna. El parentesco
con el koan del budismo zen es evidente (¿cuál es el sonido de una sola mano?),
por lo que es necesario aclarar algo que no se dijo hasta el momento y que, tal
vez, debió decirse al comienzo de este texto: los escritores de haikus eran,
antes que poetas, monjes zen, y el haiku, antes que un género literario, es una
forma de meditación trascendental que busca el despertar por caminos mundanos y
paradójicos. Así lo intuye Octavio Paz: «la verdadera iluminación, parece
decirnos Basho, es la no-iluminación».
Observo mi entorno y noto que la tarde
está cayendo. El sol se oculta lentamente tras un horizonte azulado, dejando un
cielo ceniciento y el verde de las hojas opacado por la penumbra que se cierne.
Sigo buscando el reflejo de un haiku que emerja del paisaje, pero la mente me
absorbe una vez más. ¿Cuántos instantes sucedieron entre los espacios de estas
palabras y yo sigo deambulando aún por laberintos mentales sin encontrar una
vía de escape? Y es precisamente de esta prisión simbólica de la cual el haiku
nos invita a huir. No se busca la consumación de un acto poético, sino la manifestación
de un despertar espiritual, tal como lo declaró Francisco Villalba: «lo más
importante en el haiku no es “comunicar un concepto a través de símbolos”, sino
despertar en su autor la conciencia de la No-dualidad primordial». La mayoría
de las filosofías místicas orientales han declarado que el universo es un todo
indivisible e incognoscible, y que es nuestra mente dualista la que genera la
ilusión de un universo múltiple o de múltiples universos. El Tao Te King inicia su exposición
metafísica declarando que «el Tao que puede ser nombrado no es el verdadero
Tao», y a continuación explica que los opuestos se engendran mutuamente por el
solo hecho de ser nombrados: la belleza existe porque nombramos la fealdad.
Desde esta concepción, el universo es un todo indivisible en tiempo y espacio,
un continuo espacio-temporal que condensa el futuro y el pasado, tal como lo
declaró Borges en su soneto al I Ching: «el porvenir es tan irrevocable como el
rígido ayer». La idea del tiempo como cuarta dimensión espacial (que el propio
Borges analiza en sus ensayos y considera ya superada), parecería contribuir a
esta concepción ancestral del universo como un todo abrumadoramente inmóvil;
pero realmente la idea oriental del continuo espacio-tiempo se resume en una
partícula mucho más elemental: el aquí y ahora.
Levanto la vista del texto una vez más.
Ya es de noche. Me siento envuelto en una oscuridad penetrante y estática,
apenas conmovida por el sonido de un grillo lejano. ¿Cuántos instantes se me
escaparon a lo largo de este texto sin haber encontrado aún un sólo destello de
liberación mental? ¿Cómo encontrar el instante preciso que destile
sabiduría? El «paradigma holográfico»
asegura que en cada partícula del universo se halla el universo entero. Borges
describió esta visión indescriptible en el Aleph y en la experiencia del monje
maya que contempló la escritura de Dios en la piel de un jaguar. Los hindúes lo
representaron, con elegante sencillez, a través de la red de Nidra: una
telaraña mojada tras la lluvia, donde en cada gota se refleja la telaraña
completa. Desde esta óptica fractal, la eternidad está constituida por
infinitos instantes y en cada instante está contenida la eternidad. Lo que el
haiku nos propone, es contemplar un instante cualquiera para tener acceso a la
eternidad inmanente.
Percibo el canto intermitente de un
grillo. Observo la oscuridad. Me llama la atención un farol en la lejanía que
genera una diminuta órbita luminosa en torno suyo, sobre el inmenso paisaje
oscurecido. Me remite a la insignificante conciencia
cercada por el abismo insondable del inconsciente;
me remite al ínfimo universo visible rodeado
por la inefable inmensidad de la materia
oscura; logro eludir las interpretaciones y me mantengo en el presente. Sé
qué hay algo en esa luz. La observo fijamente. Se aproxima un verso a mi
conciencia y empiezo a contar las sílabas: la sombra… la oscuridad… la noche… la noche oscura. Mi mente evoca la noche oscura del alma de San Juan de la
Cruz, la muerte simbólica del héroe de
Joseph Campbell, el encuentro con la
Sombra de Carl Jung y la capilla
peligrosa de Robert Anton Wilson, pero logro desterrar los fantasmas
conceptuales y retorno de inmediato al instante. El segundo verso debe sumar
siete sílabas. Mantengo abierto el canal y dejo que las palabras fluyan: el
farol… la luz… un aura… un aura luminosa.
La mente advierte la dualidad: la oscuridad y la luz. Apenas el lenguaje
aparece, el universo se fragmenta. El canto del grillo ha cesado y observo que
la luz ahora brilla… sobre el silencio.
El haiku nace siempre sobre el silencio.
Durante un descuido mental se filtra la
plenitud del instante a través una hendidura abierta sobre el muro de la
«ergástula oscura» del pensamiento. El todo está en todo. Sobre el terreno del
yang brota la semilla de yin: en el entramado de conceptos abstractos del
ensayo asoman los destellos luminosos de un haiku sutil. Y sobre el terreno del
yin, la semilla del yang: en los intersticios invisibles entre los versos del
haiku se ocultan los pensamientos perturbadores que el poeta pretende invisibilizar.
Quizá todo esté en todo, pero no hay nada que permita abarcarlo todo, mientras
exista alguien que lo piense.
La noche oscura
un aura luminosa
sobre el silencio
***
Imagen: Rodolfo Torrico
***
Juan Pablo Sáez Gil nació en Concepción en 1983, es abogado, escritor y caminante del
autoconocimiento. En 2010 publicó tres libros de palíndromos: “Simetral
Ártemis”, “Adonis sin oda” y “Seres” bajo los seudónimos de Zeas Sáez, René
Vener y Seuques; en el mismo año ofreció una charla Tedx sobre palíndromos en
Bahía Blanca. En 2015 la editorial revolucionaria Muchas Nueces publicó el
libro infantil “Cuentos para una futura Niñocracia”. Entre 2017 y 2019 se
manifestaron algunas revelaciones transpersonales bajo el nombre de
Anarquímedes en seis cuadernos manuscritos: "Mínimas",
"Hipertextos", "Caosvisiones", "Bipolaris",
"Kalibris" y "Deus ex machina", los que fueron distribuidos
en ediciones artesanales de manera independiente. En 2019 publicó en Perú una
nouvelle infantil: "Wayra, espíritu salvaje", que en 2020 fue
recomendada en el marco del Plan de Lectura del Ministerio de Educación de
Tucumán. Participó en diversas antologías y revistas literarias.
Comentarios
Publicar un comentario