Luciferina
Por Maira Rivainera |
¡El viento se levanta!... ¡Hay que intentar vivir!
Abre y cierra mi libro el aire inmenso
Paul
Valery
Que vengan repuestos de
cuerpo para suplantar el de una cuando el que se posee ya cansado. O podría
darse el caso de separar el cerebro del interior del cráneo, si sólo las
neuronas fuesen necesarias para la lectura. O se lee con el cuerpo. Cuando las
palabras discurren y la mente encuentra nada, el pie dibuja la impaciencia, cruzada
una pierna sobre la otra la punta de la zapatilla dibuja elipses en el aire la
espera.
Qué búsqueda enferma animará
para atravesar algunos libros. Hace tres no me detengo, primero en .pdf, después
papel, luego papel otra vez, insistencia perpetua. Un impulso que dicta leé. Una amiga tenía un auto con la
patente ele, e, e. Yo hacía de eso un signo dirigido hacia mí. He leído por
curiosidad, por obligación y por deber. Leer es siempre diferente, aunque la
persona que se observe en tales prácticas parezca idéntica en estaticidad
maligna.
Textos por deber cuando
arribas por fin a ese autor que cualquiera y todos citan. Aquí cualquiera y
todos son dos palabras superlativas de una población minúscula que exacerbo por
analogía a la molestia que me produce perderme el hilo de cómo los demás
razonan. Cuando escucho como dice tal
o como lo que hace tal en su novela equis,
y me veo incapacitada para medir la proximidad entre ese como del que cita y la idea que podría haberme yo hecho sobre lo
citado, la patente en mayúsculas se hace figura entre las imágenes
involuntarias de mi silente lenguaje visual propio. La patente se desdibuja,
aparece dicha la imagen por un eco de sonido desconocido que acentúa las letras
con la puntuación de una palabra aguda. Por deber querría más bien significar por
pendiente. Una disposición mórbida del espíritu moderno, cientificista, que
hace de la verdad el consenso acerca de una proposición sostenida por la mirada
común en relación a un dato construido fáctico.
Leer es un mal adquirido al
mismo tiempo que adquiría a mi madre; antes de nacer, con la persona de quien
me engendraría. Oído que maestros en la escuela primaria llamaron curioso,
atento, ya enfermo desde las costumbres del seno. Ella hacía de mi silencio un
receptáculo de su vida, más o menos textual frases en el recuerdo yo leía todo, todo lo que se me cruzara por
delante. Todos los libros que encontraba en mi casa, las revistas; cuando
terminé con las revistas leía carteles. Todo lo que viera por la calle que
tuviera letras. Al fondo del orgullo de madre por su gusto con leer se
encontraba de ojos abiertos la pobreza. La escasez de recursos. Gaseosa, solamente
los días festivos; dos veces al año: navidad y treinta y uno de diciembre. Los
zapatos, solamente para ir al colegio. La ropa, había una para andar en casa y
las mejores (las presentables, quería señalar) para salir. Libros, los del baúl
de su abuelo.
Ahora recuerdo aquella búsqueda
finalizada un día cuando en un blog un profesor cuyo nombre nunca hice por
memorizar, explicaba ese lugar borgeano era un juego de homofonía entre una palabra en otra lengua
para llamar al mismo objeto: baúl. Un baúl que en los años de la gente de antes
se usaba para guardar recuerdos familiares. El abuelo de madre resguardaba ahí
libros que leía para ella y sus hermanos cuando iban a visitarlo. Puedo suponer
madre ha erigido sobre una visita con el juego para apaciguar niños inquietos
de ponerlos a escuchar historias, el altar de su infancia. Ocurrido una vez e
irradiado en trescientos sesenta grados luego. En algún momento caminaba yo por
un paseo, el viento de agosto me refrescaba el medio día, Frusciante en
auriculares y de pronto miro hacia la derecha un baldío reverdeciendo. Al
frente, una lomada de autopista por donde aparecían sin fin autos, camionetas,
camiones. Al otro lado de esa colina, la universidad a donde llegaba a pie.
Coincidía con un momento de
soledad vital que hizo emerger el instante de existir. Desde otro tiempo ahora,
fue un efecto de la música que desplacé a un gusto por la música y a la música
como refugio. Un instante de placer desprevenido que se generaliza. O que al
observarse a través de la distancia del pensamiento la mismidad tiñe el hecho
con el carácter de lo eterno. Origen.
Leo por una enfermedad
adquirida del lenguaje y en relación al lenguaje. También uso leer cual
panacea, de modo que resulta adicción en la medida en que ocupa en mi vida el
lugar de un pharmakon. Leo para suspender la imaginería, para continuar un
pensamiento, por estar aburrida, por deber y para inventar a diario una
explicación que justifique haber nacido. Al despertarme hoy acude a mí pronto
el peso, la forma y el color del libro que estoy leyendo. Es una especie de
recuerdo material interno, no interior, sino visceral, a cenestésico me
refiero. Levantarme a continuar con ese algo empezado. Puede me haya despertado
el suspenso grande que empieza a inflarse entre que cierro las páginas y
deambulo solucionándole al cuerpo las ansias orgánicas para perpetuar la vida
para perpetuar la lectura. En realidad no me interesa lo que leo. Leo en estado
amplio de aburrimiento por lo que me anoticio.
Asumo leer como una forma de
respirar pero en el caso de mi cuerpo es la respiración de algo antagónico al
aire para la sangre. Es un oxígeno para mi recuerdo de mí a la vez que polución
nerviosa para la carne. Adormecido el cuerpo de estar en la silla, los brazos fatigados
de los hombros y el cuello gritando para que deje de apoyar una pierna sobre
otra y esa otra sobre la anterior. Los ojos llegan a arderme al punto que pasa
la brasa a dolor de una recámara imaginaria que tengo entre el hueso de la
cabeza y el interior al borde del órgano del pensamiento. Médicamente, un
cerebro alcanza pero fenomenológicamente, tal vez se lee con el cuerpo. A veces
me siento en el umbral de alguna casa deshabitada con un libro y voy frase por
frase porque me toman en ese sitio inhóspito las ganas de un baño y no desisten
ellas de llamar ni yo de permanecer en la lectura aunque se torne desesperante
apartar con frecuencia de intervalos de diez segundos la amenaza física para
seguir el hilo. Podría en esos momentos caminar hasta un café, pasar al baño, amenizar
la lectura con alguna infusión y buena luz, respaldo. Pero mi leer es una
batalla contra el cuerpo que libro.
Incurro sobre todo en páginas
que se cierran ante mí, criptas indescifrables que repaso con la vista en estado
de perplejidad inaudita respecto a dos cosas: cómo la palabra se torna materia
pura al embotado el ánimo releer sin comprender siquiera las letras de oído; la
otra, por la pasividad con que el cuerpo deviene coágulo del tiempo. Días
cuando más horas paso ante un libro son los textos que menos he podido leer.
Madre, a quien puedo culpar de inocularme el mal, insiste con que en esos
momentos haga otra cosa. Si cierro los libros mi estar en el mundo cruje
cristal sometido a la fuerza atómica de una explosión que se propaga en
advertencia de fatalidades.
El primer libro que recuerde
haber leído con lo que llaman placer fue El
fantasma de la ópera, aunque habría que relativizar o aclarar esa idea de hallar
disfrute en correr desesperado atrás de algo. Se formulan dos antípodas en la
literatura en lo que hace a la novela. Un polo de desarrollo del tiempo lineal
y otro de simultaneidad. En algún lugar del budismo zen en su noción de
temporalidad, se advierte la manifestación de las cosas con causa en la
conciencia que recorre los objetos en lugar de como creación de realidades del
azar. Se explica la variabilidad en el sujeto en lugar de en el mundo. A la par
de lo cual, si se advierte que cada cuerpo no es sino reedición de una misma
experiencia general, única en el sentido de total, el tiempo físico queda
abolido y aquello que occidentalmente denominamos historia se traspapela a un solo instante en el que todo ha quedado
suspendido entre la nada y la destrucción absoluta.
Una novela sucede al plantear
un escenario, un enigma y culmina cuando al lector se le revela lo oculto. Con
ese tipo de lectura, si lo que importara de la narración fuese el argumento,
leer me dejaba en el lugar de un detective perezoso al otro lado de su
escritorio en espera de las pruebas para construir el crimen y explicarlo. Allí
entonces, ese sospechoso placer de la impaciencia. Los primeros libros se leen
vorazmente, queriendo llegar al final. O con lentitud, postergando el final. He
dejado libros sin terminar y pasado corriendo por otros. Recuerdo al fantasma
de la ópera porque lo leí de corrido, sin tomar nota del hambre, la sed, las
urgencias biológicas. Hundida en la cama, el cuello rígido. Con calor, con
sueño y en silencio de mí misma. Pero está el otro tipo de novelas, a las que
se llega con el tiempo y sin embargo, pareciéramos estar ahí siempre precoces.
Novelas que hacen sentir lo poco que se sabe, lo cuánto que falta, las que
detienen cualquier mecanismo asociativo. Es el tipo de lectura que me pasó con La muerte y la niña, de Onetti. Releí
tres veces los primeros apartados, me di por vencida. Leí otras cosas de
Onetti, leí gente hablando de Onetti. Volví a leer La muerte y la niña y, no obstante todavía, quedaba parada en el
medio de una ciudad recién venida a ruina. Aspirando la pólvora. Entreviendo a
través del humo. Tampoco puedo homologar a esto el placer.
Leer parecería más una incomodidad.
Puede que engullida esta por una amnesia a los fines de preservar un orgullo
presuntuoso de sí, quede inscripto en el acontecer solo el dato del placer de
salir de esa tensión de estar siendo tomada por las palabras.
Vuelvo así al pathos, las
palabras ejercen una suerte de encanto sobre mi voluntad. Sé que trato con una
enfermedad porque también he perdido la inocencia en cuanto a la función de los
saberes para el ideal de transformación social. Las construcciones de lenguaje
cuando se pretenden con algún asiento en la realidad, conducen a la utopía de
esperar de los discursos la revolución. Recuerdo el primer libro que leí con
ilusión activista, tomo uno y dos de La
historia de la locura en la época clásica. Leía Foucault por las noches,
cuando la maquinaria ponía a dormir sus engranajes. Al ver clarear los primeros
rayos del amanecer me preguntaba qué pasa con el mundo después de haber sido
escritas tamañas páginas. Me dispuse a pensar Foucault, a reflexionar sobre por
qué alguien puede llegar al fondo de una experiencia y esa verdad tener ningún
efecto sobre las cosas tal como suceden.
Hay algo mórbido en el
trabajo cotidiano que emprendo hace un tiempo considerable de mi vida, para
comprender por qué eso que se llama mundo, sociedad, inclina su desarrollo
hacia lo peor cuando pareciera haber mucho más peso del lado de la balanza de
quienes suponemos que algo distinto a lo
peor es posible. Concurro a los libros sin fe al asecho de ilusiones.
Primer movimiento:
desesperanzarme, segundo movimiento: ir a buscar cómo un principio de ilusión.
Hay en la fórmula de las ilusiones que las constituye tales la condicionalidad
de al menos alguien más que una. Buscaba en lo que escritores hubieran dejado dicho
y firmado por sus nombres, no literatura sino ideas, alguna lumbre. Hay poetas
desesperanzados; algunos que metódicamente hacen de la suposición de una salida
su poética; otros que suponen la salida en la poesía y hacen de ello una
poética cerrando de esa manera el círculo de una tautología; arengadores de la
felicidad o del desorden, del desastre o de la desilusión. Escritores
analíticos, pesimistas lúcidos, críticos abúlicos, críticos con espíritu de
superioridad, genios incomprendidos. La filosofía fue hasta antes de Didi Huberman
para mí una cornisa de cara al derrumbe.
Una vez se ha ingresado al
mundo de los papeles y la tinta no hay hilo de salida al minotauro. No regalo
libros sino a quien sé ya infectado de ellos. Alguna vez he obsequiado una
historia de fantasmas norteamericana a una niña, quien con suerte dejó
enmohecer esa basura. Podrá tener una vida diferente, con personas presentes,
voces próximas en el espacio, cuerpos todavía funcionando. Quien crea aún en el
poder de la palabra para cambiar el mundo se engaña, un lenguaje esculpe la
forma de las cosas y sin embargo, la voluntad de cada cual no pasa por la
articulación sonora propia de las letras.
Muchas voluntades contra unas
pocas con poder, pueden solo lo que las palabras les habiliten soñar. Y las
palabras no dejan soñar más allá del pasado, se toma el pasado por realidad
única en la medida en que hay dificultad en soñar lo que nunca ha sido. Didi Huberman
piensa la maniobra de vida posible posada sobre la habilidad para leer algún futuro,
en cada uno la chispa a la espera de flamear una historia que verse sobre
mañana. El pantallazo en intermitencia verde bioluminiscente en medio del
bosque cerrado nocturno.
***
Maira Rivainera (1991). Columnista en revista La Papa. Publicó La realidad es más intangible (Poemario. Edición digital, 2020, disponible en Tiendita Virtual lapapa.online), Un muro maldito (Poemario. Edición de autor – digital, 2021) y Hacer nada (Poemario, letradecarta, 2022).
Hace letradecarta.blogspot.com.
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