Las luces del loco amor

Sobre tres maneras de abordar las luces en el cine


Por Pablo Toblli |





Es usual la idea de que en las artes existe un principio ordenador que equilibra la obra, para dar impresión de armonía a quien se dispone a percibir y extraer de ella una sensación o visión de mundo, ya sea explícita o encriptada, a partir de la amalgama de los signos que componen una estética. Esto se logra a través de un interjuego de correspondencias entre las materialidades de los signos. En este sentido, algunos artistas suponen que si en su película, por ejemplo, subyacen temas trágicos o melancólicos, el tratamiento de luces, el trabajo de los actores y toda la puesta en escena deberían confluir para lograr una consistencia que permita allanar el camino para definir con precisión lo que el autor intenta transmitir (se). Para llevar adelante este proceso, bastaría con equilibrar una mapa de signos congruentes que se hermanen como socios políticos. Ahora bien, ¿qué ocurre cuándo el camino no es tan claro?, ¿cuándo hay combinación de elementos, en principio, opuestos?, ¿cuándo la disonancia desconcierta?


Consonancia  


Conversemos sobre las luces de la película La vida bohemia (1992), de Aki Kaurimäki en donde las penurias económicas, la persecución romántica del ser-artista y vivir como tales alejados del sistema, como también el estado de sordidez en el que viven los personajes se amplifican con la decisión del director de usar el blanco y negro, aunque el film sea de 1992. Este blanco y negro hace que predomine lo opaco en todo: los rostros, los muebles, la ropa, la penumbra de las casas, los bares, en suma, ese interior/exterior crepuscular en el que con recurrencia se refugian los personajes. Por otro lado, este mensaje se potencia con el trabajo de los actores que promueven gestos lacónicos y miradas perdidas y melancólicas, como la kinesia lánguida del pintor Rodoflo, que nunca endurecerá su puño ni emitirá un grito de dolor, porque son personajes olvidados del mundo que ya no tienen nada para ganar o perder, y viven en una especie de “triste-alegría” eterna. 

El mismo acantilado de belleza conmueve cuando al personaje de Un hombre sin pasado (2002) le preguntan si quiere un café. Contesta que no enfáticamente, como si tuviera algo más urgente, y se para rápidamente con un cigarro en la mano a mirar -enjuto y taciturno- su rostro en el espejo, inquiriendo su identidad perdida, atravesado por un débil luz blanca, mientras el fondo de la locación se vuelve negro. Esta escena es triste, pero con la euforia incipiente de una esperanza que lo moviliza a la búsqueda, y allí radica también el humor de Kaurimäki, en cómo insólitamente opaca las escenas que deberían ser trágicas de los grupos de amigos que gesticulan con humor alrededor de un plato de sopa fría. Si se quiere poner un fondo de luz a esto, ¿qué pensamos de una luz mortesina, de una leve lámpara, mientras el personaje fuma y mira con suspiros por la ventana? Todo dicho.





Disonancia


Ahora bien, ¿qué sucede cuando optamos por la disonancia estética, qué banquete de los sentidos nos depara? ¿Qué locomoción imprevisible o desertora nos guía por la expectación de la materia que implosiona en una película? En Amour fou (2014), de Jessica Husner es llamativa la cantidad de luz que la directora emplea. Ya sea en interiores o exteriores la luz es, en ocasiones, abusiva, estridente y desborda junto a los empapelados de las paredes que son claros y plenos como el celeste o el amarillo. La voluptuosidad de la luz se engancha entre la exuberancia de flores y jarrones; todo se torna, de repente, excesivamente luminiscente y destellante.

La disonancia radica en que esta luz encuadra temas por demás oscuros, como el deseo de suicidio constante que recorre al personaje principal en su búsqueda de un “compañero de muerte”. La luz es tan fulgurante que el espectador podría sentirse asfixiado en una amalgama de angustia, provocada por la escalada al suicidio del personaje y la luminiscencia que no da tregua; como esos domingos en los que uno -para rescatarse de una resaca rabiosa- saca el rostro recién despierto por una ventana en una siesta bañada de sol, o decide irse a caminar por un parque henchido de algarabía y candidez, y eso hace que el estado calamitoso en el que nos encontramos pueda ser aún peor.




Ustedes se preguntarán, a medida que transcurre la película, cuándo la directora nos dejará descansar de esa lacerante luz: se dispone a hacerlo cuando decide también por fin dejar reposar a sus personajes, que es en la última escena, cuando consuma el suicidio de ellos luego de un intento frustrado, y es la única vez en toda la película que opta por usar un espacio nublado y lleno de nieve. Todo se torna glacial. El descanso, entonces, está asegurado. La película termina. Y nosotros comprendemos que lo único que nos hará pasar la resaca será dormir 22 horas seguidas con un domingo nublado y frío.





Combinación


En la película Sacrificio (1986), de Andréi Tarkovski, cuando termina el sueño de Alexander, luego de “copular” con la virgen María, la película regresa a la luz del sol, que solo había mostrado al comienzo, rompiendo las luces fantasmales de un amanecer nublado, ruso y gélido. Luego de “recostarse” junto a María, todo comienzo a clarificarse. Despierta de un sueño profundo en el que cayó luego de jurarle a Dios que daría su vida, su casa y su familia si la guerra cesara. De repente, las nuevas escenas están cobijadas en una mañana o tarde soleada a cielo abierto, mientras los amigos de Alexander disfrutan de un té al aire libre. Pero esta luz cálida y feliz esconde un desenlace siniestro: Alexander prende fuego todo, se vuelve completamente loco. El fuego dominando un cielo que vuelve a nublarse, podría simbolizar que ese candor ígneo le devuelve la vida y la paz al mundo. ¿Habrá sido esta la promesa? ¿Un simple acto de caridad metafórica encarnada en ese heroísmo psicótico sacrificial? 

Alexander, durante todo el film, ensimismado en un ostracismo gris, quien luego de dejar el teatro intentó buscarse, bucear en su propia identidad y no emular la de otros como los actores, se encontraba totalmente disgregado. Su esposa nos anticipa esta inmolación de Alexander, revelando en uno de los diálogos que se había enamorado del actor entusiasta, no de ese hombre desesperanzado y terminado, a punto de enloquecer que cita a Heidegger y dice que la “humanidad es un gran error”, que “el pecado es lo innecesario”, en un tono de sabio-distante de la sociedad que ha encontrado la gema imperturbable de la verdad y la inacción.




La película, paradójicamente a la constipación subjetiva de Alexander que lo vuelve hosco y petrificado, termina con una filosofía de la acción, rompiendo el tiempo ralentizado tarkovskiano. Y este viraje a cierto frenetismo, que todo incendio proclama, podría representar la creencia y la pulsión creativa, las cuales ya son anticipadas en los diálogos del comienzo: “hacer algo insistentemente a la misma hora para que algo en el mundo cambie”. Cuando piensa esto, en el inicio del film, Alexander aparece tirado en la hierba fresca con su pecho pletórico de enseñanzas vitales, y la luz cálida del día cae en un menudo sol. “Al principio estaba la palabra”, es una de las enseñanzas finales en la boca de su hijo, es decir, el disparo originario de las cosas, la vida, la palabra, nuestro abrigo de signos, la materia en qué creer, aquello que Alexander buscó y no encontró.




***


Pablo Toblli es Licenciado en Letras por la UNT. Publicó los libros de poemas Nace en lo próximo (Ediciones Magna, 2015), Lucero de Ruinas (Ediciones Último Reino, 2017) y el libro de ensayo Una lectura del imaginario poético de Tucumán (2000-2020) (Fundación Artes Tucumán, 2022). Es editor de La Papa y Rombos Cultura. Nació en Tucumán, en 1987. Su e-mail es pablotoblli@gmail.com, por cualquier contacto. 

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