Si nadie me lo pregunta, lo sé
Por Héctor Chaile |
I
En una de
sus Situations, Sartre recordaba y
describía su amistad con Merleau-Ponty (entonces recientemente fallecido) como la riña que no tuvo lugar. Sin embargo,
esa riña ¿no tuvo lugar de una vez y para siempre o fue el duro oficio de
mantenerla constantemente evitada? Entiendo que ese encuentro, que esa amistad,
tenía en realidad menos que ver con una danza de afinidades que con la
cuidadosa agrimensión de solventar asperezas limítrofes: es que hay
temperamentos que gozan antes de las desavenencias que de la comunión de los
santos. Esto claro, si elegimos leer la frase de Sartre no a modo de que a cada
riña, a cada disputa y a cada conflicto que sí
tuvo lugar, y en los que terminó imperando tenue o fervorosa aversión,
correspondería una amistad que no pudo ser ni halló su lugar, sino como sujetos
contendidos y enfrentados por el misterio de la amistad en la riña que no dejamos que tenga lugar aunque siempre
acecháse su fantasma al que cortésmente nunca deberíamos dejar de invitar;
siempre con cuidado: quien no sabe reñir consigo mismo poco y nada sabe de
hacerlo con otros.
II
Por más
fugaces y breves que puedan ser los encuentros nacidos bajo el signo de la
extrañeza compartida ante el asombro con el otro, si percibimos que en ellos se
logra resquebrajar los cascarones de aquello que escuetamente denominamos
intimidad, lo lograrán menos por converger esencias que por evidenciar los
abismos que las separan: relevando que si hay un principio de amistad, éste
nunca operaría en la identificación de yo
soy como él, él es como yo. Algunos por miedo esbozan esa “amistad
identificatoria” donde cumplen parcialmente el deseo de ser otro sin serlo: les
basta que una parcela de su ser participe del mismo matiz del ser que llaman
amigo. Lo realmente difícil es erigir la momentánea autenticidad de una
desnudez compartida abierta tanto al filo de la fortuna como de la desventura,
de la mirada que descubre en nosotros mismos lo que nunca hubiésemos
descubierto salvo por la mediación de esa presencia que aceptamos en denominar
amigo. Él para nosotros y nosotros para él, somos un frágil encuentro de
profundidades derrumbándose tan rápido que siempre hay que estar reconstruyéndolo:
con buen juicio pudo sentenciar Blanchot, que la amistad es “lo lejano que se
afirma en la proximidad.” Lo cual significa que no basta pensar en un amigo,
pensar en el amigo, para salir de un
terreno abstracto de consideraciones, sino que para hacerlo se necesita
investir de un nombre esa lejanía, esa radical diferencia que nos fascina y nos
aterra (¿es raro que alguno de nuestros amigos nos produzca miedo?).
III
Todo
encuentro cifrado en el registro de una existencia nueva, todo hallazgo humano que
hacemos, se presenta siempre a la manera de un obstáculo, sobre todo si estaba
ya presente ante nosotros y descubrimos tardíamente (a veces la fascinación
futura nace de una rotunda indiferencia inicial: nunca sabemos quién ni cuándo
alguien calará en nosotros de modo tan hondo como impredecible: la amistad
escapa a los cálculos pese a que ella degenere a veces en calculadora) que
aquel transitar paralelo donde nunca imaginábamos la intersección, destellan
por la revelación que repentinamente entorpece el recorrido de nuestras vidas
forjándoles un nuevo derrotero al siempre inestable que obstinábamos en pensar
inconmovible. Aunque, debo moderarme y corregirme: no es que a nuestro lado
transcurriesen hechos extraordinarios que pobremente traduciamos como imperceptibles:
fue la medida acumulada de circunstancias lo que hizo que hechos que para otros
yo pasados o futuros fuesen en otros
momentos insignificantes se convirtiesen, dentro de la mezquina porción de
simultaneidad temporal presente del descubrimiento de la amistad, en momentos a
los que asignamos suma importancia en determinados extremos de nuestra vida.
IV
Pienso en
un amigo en específico, pienso en él difuso y borroso ¿Nos acercó una pregunta
o una respuesta en común? Teníamos respuestas de antemano a las que
interrogábamos, y aún lo hacemos, con similares preguntas, sabiendo que de un
mismo viñedo puede sacarse más de un vino. Vencemos un poco de nosotros mismos
en cada situación que nos llama a la polémica y al desacuerdo. A veces uno gana
menos de lo que el otro pierde y frente a cada "victoria" pensamos
después las pérdidas (valga la paradoja), las derrotas. ¿Qué perdimos a lo largo de los años que ganó nuestra
amistad? ¿Cuáles fueron los caminos derrotados, los otros yo que no fuimos si nunca hubiésemos “obstaculizado” el
camino del otro? Comprendo que ignoro tales respuestas e incluso el ensayarlas
saturaría de insensatez cualquier posible angustia. Prefiero pensar lo que ha
sido o, por lo menos pienso, que ha sido este trayecto. Toda amistad es también
un acto de fe.
V
Tal vez
porque recordar a un amigo no implica únicamente recuperar los candorosos
acuerdos para desamparar las brutales diferencias, preferí -para que evitemos
darle lugar a la riña- pensar en la amistad como pretexto y subterfugio de quien
piensa en un amigo querido. Y esa es toda la respuesta y la razón de ser de
este texto ¿Por qué la amistad?
Fácil: porque nunca pensamos en la amistad propiamente dicha pero sí en amigos
queridos. Conscientes de que el ejercicio unitario de recordar a un amigo no
podrá jamás responder la pregunta sobre ¿qué
es la amistad?, convendremos en responder como San Agustín (interrogado
sobre el misterio del tiempo): si nadie
me lo pregunta, lo sé.
VI
¿Cómo
hablar de la amistad sin caer en un confesionalismo burdo o en la tecniquería
sentimentalista? Ignoro si actualmente la amistad es un tema de moda o siquiera
alguna vez lo fue, pero como ampliar un género o iniciarlo son formas casi
igual de anónimas, estimo ya haber contribuido con mi cuota de nimiedad. A todo
este montón de palabras arremolinadas, ansiosas de dar un testimonio tan
fervoroso como inútil, conveniese más, llegado el punto final de estas
divagaciones, terminar recuperando aquellas palabras de Sartre para demostrar
su amistad con Merleau-Ponty y arrimarles al margen (escritas en lápiz) las
sencillas palabras de Montaigne para explicar su amistad con el joven La
Boetie: porque él era él y porque yo era
yo.
***
Imagen: Le Déjeuner sur l'herbe, 1863, Edouard Manet.
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Héctor Chaile nació en
General Güemes – Salta, en 1992. Cursa la carrera de Letras en la Universidad
Nacional de Salta. Ocasionalmente impulsa reuniones de lectura con amigos.
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