Sobre mi ejercicio de leer los sueños

 Por Antonella Sorrentino |




De mis antiguos amores solo conservo uno: los diccionarios. Bajo la engañosa publicidad del orden intentan capturar en un sólo volumen las más disparatadas categorías, definición tautológica, pleonasmo innecesario puesto que no hay categoría que no lo sea. A lo largo de mi vida fui consiguiendo algunos ejemplares bajo esa promesa del manual perfecto y palpando el tesauro que disiparía mis dudas semánticas, de traducción y de ciertas ciencias que en ese momento captaban mi atención. Aún veo nítido mi primer y azaroso encuentro, descubrimiento que aún asoma en mi biblioteca, la tapa blanda y verde y la portada con la fotografía de una mujer con una especie de ramas que salen de su cabeza.

El libro en cuestión se titulaba La interpretación de los sueños y el anexo con el glosario de simbología pronto se convirtió en el protagonista que sostenía mi creencia infantil de que todo era un signo, de que el mundo merecía ser interpretado con una significación que yo, magnificentísima niña, era capaz de descifrar. Siempre me pregunto cómo logré memorizar por completo ese diccionario y me respondo que tal vez porque fue lo primero que leí en silencio y sin una voz adulta que me narrara; tampoco había ninguna historia en esos recortes de palabras con su correspondiente significado, salvo la que yo pudiera trenzar con elementos del sueño que siempre significaban una muy bienaventurada noticia o grandes catástrofes: no podía aburrirme con eso.

Con una paciencia enorme esperaba el momento de mi triunfal entrada: que alguien mencionara en su relato, por ejemplo, al mar y yo le anunciara con inmenso estupor y voz solemne "¡prosperidad!" o un grave accidente que podría costarle la vida a sus seres amados. De manera casi inmediata me transformé (gajes del oficio que aún conservo) en la molesta niña de seis años que preguntaba con insistencia a sus mayores qué habían soñado, para interpretarlos apoyada en esta precaria simbología, como si estuviera a punto de revelar un oscuro secreto de la vida que aún le estaba vedado.

Si algo me enseñó ese libro fue a leer, y esto lo digo con toda la seriedad que el asunto merece. Claro que no me refiero a esa tontería pedagógica llamada lecto-escritura sino a ese instante de revelación donde algo desencaja, ese latigazo de inadecuación entre el lenguaje y yo. Repentinamente leía y aún recuerdo, con sospechosa claridad, varias escenas, en distintas partes de la casa infantil que habitaba. Mi obstinado ejercicio no se reducía a desglosar el glosario, también leía, una y otra vez, con un estupor hipnótico aquel apartado sobre los sueños premonitorios que, por supuesto, anunciaban enfermedades y tragedias. Pero, en lo más plácido y calmo de la lectura, algo sucedía, como un relámpago: a toda esta gran exégesis se oponía una palabra que insistía, como una mosca, en derrumbar esa gran torre en la que todavía me refugio (¿acaso no es el sentido común la construcción de la realidad?). Donde decía onírico yo leía orínico y allí me detuve –de una vez y para siempre–, y extasiada pensaba en aquella relación, de la cual yo estaba convencida, entre los sueños y el extraño y placentero líquido dorado que salía de mi cuerpo.

Todos los días entro y salgo por la misma puerta, generalmente en los mismos horarios y prendo la radio. Al regreso fumo y escucho una siempre misma gorda roja en la televisión, sardónica río. A veces me invade la nostalgia del leer infantil, cuando algo me hace acordar de que no se trata de la práctica de una disciplina hermenéutica rechoncha de sentido sino que el placer está en la sorpresa de la dislocación que alguna palabra, alguna frase, alguna imagen, alguna mosca viene a provocar en la articulación de las letras.

 

 

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Imagen: Mujeres felices en la playa, Anónimo, 1950.


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Antonella Sorrentino es Lic. en Psicología. Practicante del psicoanálisis. Especialista en Psicología Clínica. Especialista en Drogadependencias. Docente UCASAL. Tesista en Maestría en Clínica Psicoanalítica-UNSAM. A veces escribe.


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