Jóvenes, lindos y héroes

 Por Pablo Toblli |


Epílogo para una historia de la juventud del siglo XX

Luis Antonio de Villena en Biografía del fracaso deslindó las capas del inconformismo de los artistas del siglo XIX con la sociedad vigente, que tuvieron como sueño estético/existencial el deseo de una vida absoluta capaz de albergar el ideal del arte y cambiar el mundo, aunque tal fin siempre fue un tesoro en fuga e inaprensible. Este fue el legado con el que los rockeros del siglo XX pergeñaron su juventud, unida al embudo del genio-vidente-dios, pero insertos en un mundo más globalizado que ponía en vidriera al sujeto no sólo talentoso, con mundos interiores vastos y ricos, sino también a su posibilidad de llevarlo en su cuerpo, en sus apariciones públicas en televisión, en su ropa que simbolizaba la alteridad producto del auge de las modas textiles, que se diversificaban,  en contraposición a las propuestas escuetas para vestirse en el siglo XIX, que no permitían mucha distinción de los capitales simbólicos, más allá de algún traje desvalido y una barba descuidada de algún poeta de mala muerte. 

De Villena en su texto propone que existió una estructura de sentimiento característica en todos los artistas del siglo XIX que se convirtieron en leyenda, y que es la sensación de sentirse perdedores, pero la noción de perdedor es la disconformidad y la orfandad que motiva a la deserción de una vida confinada a la carencia de belleza de los días ordinarios y efectistas de la modernidad, de ese orden vigente, bajo una luz monótona de una burguesía que no los seducía. Entonces, luego de la búsqueda artística y de la frustración por un mundo que no la encauza, apareció en muchos de ellos la reclusión; pero no cualquier reclusión que implique la resignación a convertirse en eso que nunca quisieron ser, sino una reclusión excéntrica, siguiendo en el magma-contrasistema en el que se ahondaba en los excesos, en la pobreza económica, en la locura y en el olvido: los últimos suspiros de las biografías de Rimbaud, Paul Gauguin, Antonin Artaud, nos marcan la tónica de esta cosmovisión.

Como dije, esta matriz se hereda a las figuras del arte del siglo XX, pero que insertadas en el auge de los medios masivos de comunicación se amplifican y logran vivir en vida el brillo de una existencia ligada a la excentricidad, a la autoreferencia, al dinero, contrariamente a los poetas y pintores del siglo XIX quienes -en su mayoría- no vivieron la fama que trae aparejada a los genios heroicos y exóticos, y tuvieron que morir en el silencio: Rimbaud nunca supo que revolucionó la poesía y que millones de poetas alrededor del globo iban a querer escribir y vivir como él. 




Los que tenemos más de treinta años hemos construido mitos a mansalva; la idolatría era el pan de cada día para llevar adelante nuestras ansias de juventudes heroicas mamadas del siglo XX que ya no existen -quizá para bien- en los nuevos jóvenes. Con mis amigos hemos adherido al ateísmo, pero hemos restituido el encuentro con la divinidad mediante dioses humanos: futbolistas, rockeros, escritores, personajes de novelas. Entonces, enarbolábamos una figura capaz de brindarnos en una mera actividad del quehacer humano destellos de la divinidad, porque lo que hacían no era terrenal y lo hacían sobresalientemente, como si no fueran de esta vida: con sagacidad y magia y, además, si esa aura de autosuficiencia era acompañada de una vida exótica: excesos, drogas, de éxito, reconocimiento popular, chicanas públicas, entonces festejábamos ese sujeto sin fallas, el sujeto completo al que aspirábamos. Por lo tanto, nos gustaban los personajes sin matices, con un prototipo de vidas absolutas y modelos claros para seguir sin admitir el peso de la contradicción inherente de la vida humana, que es finita, fútil y falible, pero estos personajes nos hacían embarcarnos en una evasión esperanzadora para alcanzar esa vida heroica que queríamos. ¿Habrá muerto del todo esta juventud de lo absoluto? ¿Habrán muerto los ídolos?

El apenas incipiente siglo XXI, quizá, esté apagando las últimas llamas de un heroísmo centrado en el yo, extasiado y emulado en todas las juventudes que quisieron cambiar el mundo en el siglo anterior, desde un yo al que entendían que debían hermosear, eclosionar y hacer arder en el caldo de la alteridad y la incomprensión para triunfar: genios, lindos a la moda contracultural, admirados, drogadictos, locos, recluidos, autosuficientes y leyendas. Ahora las figuras míticas del rock ya no son un modelo de vida y de arte; los nuevos jóvenes artistas registran la decadencia de aquellos, por lo que el rock y todo lo que él connota (drogas, descontrol, conciencias desbordadas, voces excéntricas, seres supraterrenales, etc) no reviste el encanto con el que la generación anterior se introdujo en los senderos de lo que consideró arte y moral del artista.

Creo que esta ruptura es axial para comenzar a pensar a las nuevas juventudes, las cuales radican en un “olvido del yo” que se distiende menos absoluto y radical, que construye menos ídolos impolutos y eternos. Entonces, ese dandismo iniciado en el siglo XIX progresivamente está muriendo; por ende, será menos creyente de la explosión del yo, ya sea en una soledad y anonimia mística, decadente y sufriente, o en una persecución por la evasión que nos hace estrellarnos en cuerpo y alma.


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Imagen 1: Dandys, imagen de dominio público  

Imagen 2: Paul Gauguin 


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Pablo Toblli es Licenciado en Letras por la UNT. Publicó los libros de poemas Nace en lo próximo (Ediciones Magna, 2015) y Lucero de ruinas (Ediciones Último Reino, 2017). Es editor de revista digital La Papa y del blog Rombos Cultura. Nació en Tucumán en 1987. Su e-mail es pablotoblli@gmail.com, por cualquier contacto. 

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