El silencio de narrar

 Por Mario Flores |





 

Es imprescindible desaparecer. O, al menos, buscar una cuota de invisibilidad que permita no estar por delante de la página en blanco, ni mucho menos por delante de la página escrita. La verdadera escritura es la corrección, es decir la poda: talar lo que sea necesario hasta que solamente sobreviva lo único estrictamente importante. Lo único estrictamente importante puede ser cualquier cosa, menos vos. Pero, al parecer, corregir se ha reducido a un trámite o transacción comercial que depende más de una ‘adecuación’ del texto, y no a la revisión total (muchas veces, hay autores que cuando envían su texto para corregir, en realidad lo que buscan es que los lean y aprueben con unas palabras de aliento antes de pagar la imprenta, pero sin acceder a ninguna sugerencia de cambio ni tampoco permitir una lectura crítica del tejido). “Me corregiste sin amor”, dicen. Y el problema es que no hay suficiente amor en este mundo como para leer todo lo que, con una inexplicable impunidad, se yergue sobre los hombros caídos del yo. El caso más usual, son los textos dirigidos (no por decisión estética o artística sino meramente por interés comercial) a las infancias. Es un público que paga bien. Es decir, hay demasiado empeño y expectativa en el rédito como para dedicar tiempo, energía, dinero y salud mental en corregir. Corregir hasta que duela, rezaba una antigua frase cuya premisa tenía -y tiene- muy pocos adeptos. Es probable que, de diez palabras, debas eliminar seis. Y es más que probable que, de dibujar tu autorretrato en cada capítulo, debas dedicarte a otra cosa.

 

Antecedentes de las ciencias ocultas en la escuela primaria argentina

 

Era una tarde calurosa del año 2002 en la Escuela Coronel Vicente de Uriburu de Tartagal, cuando dos hombres que mascaban coca con las camisas desabotonadas hasta el ombligo ingresaron un televisor de 32 pulgadas y una videocasetera en el aula. No era usual que pasaran películas: hasta ese momento, lo único que nos habían mostrado era una cinta animada poco verosímil sobre los peligros y castigos morales de la masturbación y los embarazos no deseados. (El trazo y estilo de los personajes animados era sospechosamente similar al de “Relatos animados del Nuevo Testamento”, la película del ex director de Disney Richard Rich, que vendían en las publicidades de Sprayette). Inés Burgos, la maestra de religión, que acostumbraba a obligar a las compañeras judías a pronunciar oraciones católicas, estaba presente esa tarde y acompañaba a la docente de turno para explicarnos qué era lo que íbamos a ver, en vista del peligro que representaba la película: “Harry Potter y la Piedra Filosofal”, el primer tomo de la saga que se había estrenado el año anterior, basada en la obra de J.K. Rowling. Según su introducción, antes de que el logo de Warner Bros. apareciera en la pantalla, flotando entre las espesas formaciones de cumulonimbus, afirmaba que un gran número de niños y jóvenes, por culpa de la película (ni hablar del libro original) estaban desarrollando una afición tendenciosa hacia la hechicería y las artes diabólicas. La tarde de cine era, en realidad, una advertencia para que no se nos ocurriera incurrir en las ciencias ocultas, el esoterismo y los pactos con Aquel-Que-No-Puede-Ser-Nombrado. Algunos de los compañeros ya habían visto la película, los que tenían reproductores de VHS y los que habían ido al cine en la capital. Sin embargo, por ese entonces no estaba tan instalada la demonización del spoiler: todo era curiosidad, todo era nuevo, y la reprobación a la cinta de Chris Columbus no resultaba un análisis cinematográfico de lectura crítica, sino una expresión del temor, la incomprensión, la vejez espiritual y la afición por los relatos hegemónicos que no involucraran cualquier elemento de extrañeza relacionado con lo sobrenatural. Hasta ese momento, Kevin McAllister era el único héroe indiscutido del cine hollywoodense familiar: héroe varonil, caucásico y de clase alta, defensor de la propiedad privada, protector del legado y las épicas familiares, sin escatimar irónicas crueldades contra los desclasados y los que han cometido el crimen de no ser “gentes de bien”. No había duda de que el pobre Harry, huérfano y abusado, víctima de bullying y la violencia paterna sistemática, sumido en la desesperación de la incertidumbre de sí mismo, sin atisbo alguno de amor filial y habitante de la carencia de su propia historia, era un claro ejemplo de todo aquello que debíamos odiar. Sin embargo, la película fue interrumpida a la mitad: una vez que Fluffy, el cancerbero que resguarda la Piedra Filosofal sobre una puerta trampa, es obligado a dormitar bajo la manipulación musical de un arpa encantada, la maestra de religión dijo que ya era suficiente, que se hacía tarde, que el recreo estaba por comenzar. Por supuesto, nadie tenía intenciones de salir a los 34° grados de las cinco de la tarde en un patio radioactivo de una escuela que contínuamente se quedaba sin agua y no poseía media sombra. Recuerdo el acoso escolar grupal, la risa docente ante las golpizas, promocionando la violencia y la intolerancia, la cleptomanía adulta y la naturalización de toda clase de conductas beligerantes. Recuerdo los llantos y el nerviosismo cotidianos, que reemplazaban los intentos por instalar las figuras comunes de lo pintoresco del recinto escolar (“la segunda casa”, “la segunda mamá”), correspondientes a los grandes relatos costumbristas que, una vez diseccionados bajo el microscopio, se revelan como grotescos. Pero también recuerdo haberme sumergido en un profundo pensamiento de bronca y desasosiego: qué clase de crueldad institucional era aquella, la de cortar a la mitad una película a chicos de doce años.

 

Es Leviosa, no Leviosá

 

Ricardo Piglia apunta, en una de las clases magistrales Borges por Piglia, que realizó para la Televisión Pública, que el núcleo narrativo (y por qué no, ético) de El juguete rabioso de Roberto Arlt, parte con el hecho de instalar el acto de lectura como un acto criminal. Robar un libro, en este caso, es el crimen más aberrante que puede haber: el afano no está fundado en el hambre o la necesidad como las conocemos habitualmente. Es decir, el acceso a la cultura como un acto transgresivo. Con el correr de los años, los libros y las adaptaciones filmográficas del mago con la cicatriz de rayo dejaron mucho que desear cuando se trata de “fantasía infantil”: a los doce años, Harry Potter vaga por los pasillos del colegio, pegado a los muros, caminando en círculos, persiguiendo la trayectoria imprecisa que forman las filas de arañas y charcos de agua sucia, oyendo voces que le dicen “Matar, Matar… Es hora de matar”. Y en el último tomo publicado (“The Deathly Hallows”), cuando finalmente la piedra de la resurrección cumple su papel en la travesía del bosque prohibido, el protagonista ve reaparecer a los seres queridos que la muerte le arrebató. J.K. Rowling, en ese párrafo, dice: “enseguida comprendió que no eran fantasmas ni seres de carne y hueso, eran menos consistentes que los seres vivos pero más que los espectros”. Esta relación con la muerte, que es el inicio de toda historia (y no la raíz, no la génesis ni el encuentro, sino el desapego, el desarraigo y la pérdida) marca un límite entre la fantasía indiscriminada y una narrativa de las políticas del desencuentro: el héroe no tiene idea ni de quién es, no posee el poder ni el valor máximo (y si los posee, no tendrá la oportunidad de anagnórisis a través de la cual logre entenderse como tal) y constantemente es sometido al juicio de lo externo. Acaso será ésta la única forma en que un personaje logre la verdadera evolución de cambio, no por la incansable (e infumable) descripción de su mundo psicológico -que nada aportará al carácter de la historia, ya que el monólogo interior no es tiempo en movimiento- sino por sus actos: se mueve a ciegas, descubre que los molinos sí son gigantes, y se revela para sí la única posibilidad de concreción del relato que es, precisamente, no ser parte de él. Los finales felices son, de alguna manera, escenarios mediocres encarnados por personajes mediocres. ¿Existe, en el mundo actual, la necesidad de finales felices? Quiero decir, la necesidad de una estructura de moraleja que estandarice los desplazamientos del drama contemporáneo hacia el solipsismo del mensaje.

 

Qué difícil es coincidir en la misma esquina

 

La ciudad está envuelta en humo: pastizales y cerros cercanos se incendian. La espesa humareda configura una pátina de monóxido entre nosotros. Lumos, diría, para que se haga la luz y pueda constatar que estamos cara a cara. Pero no, esta no es una neblina romántica de ciudad cosmopolita. Es un incendio forestal gigantesco, un portal, un ojo en llamas. Vengo de ahí, acabo de atravesar esa puerta.

 

 

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Imagen: Anónimo, 1952

 

 

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Mario Flores (Tartagal, 1990) es escritor y DJ de música electrónica. Recibió el Premio Literario Provincial de Salta (2018) y la Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes (2019 y 2021). Publicó Hikaru (novela, 2018), Necrópolis (cuentos, 2019), Tu fuerza primitiva (poesía, 2021) y Cacería (novela, 2022).


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