Kintsugi



Por Maira Rivainera |



 

Me siento frente al lavarropas a ver cómo lava. Las cosas hacen su trabajo sin más. Lo hacen siempre igual, tal como les sea indicado. No tienen lenguaje, lo sabemos. Pero qué tienen. Forma y masa, dan ilusión de enigma por cuan impenetrables nos resultan. En el caso de que tuvieran voluntad, parecerían sede pasiva de causas eficientes múltiples. Ellas no preguntarían.

El lavarropas es un bloque blanco de metal pintado. Plástico. De algunas cosas, llama la atención la dignidad del porte. Subrepticiamente, el punto de referencia de la perspectiva son los cuerpos. En relación al cuerpo, algunas cosas se presentan más o menos frágiles o difíciles de destruir. La pintura del cuerpo blanco en esquinas oxidada, en bordes rayada. Alguna vez, el plástico fue blanco, como el resto. Ahora se destaca amarillo. Viejo. Lo que le pasa a las cosas es el tiempo, que nos pasa a todos.  

P. dice la realidad de un fenómeno está dada en la medida en que puede ser inscripto en el tiempo. Pero cómo sería eso para las cosas.  

En el Japón de algún momento, no sé si en el de ahora, lo nuevo era lo feo. Lo bello pasa por las marcas que deja el uso en las cosas. Quizá el tiempo de las cosas, si lo inscribe el uso, no sea el incesante reloj humano. Una vez me hice hacer una mesa de madera de pino y pedí la dejaran cruda. Primero la limpiaba con paños secos para solamente retirar el polvo. Un día vino a casa Lola y dibujó tachones de granito con un portaminas. Cuando me quedé a solas con la mesa, miré y dije es el tiempo. No hay cómo admitir la muerte sin antes aprender a contemplar sin juicio la mutabilidad de todo sin llamarle deterioro. Agarré una esponja húmeda y el lápiz se desprendió de la madera pero los surcos que había hecho la mina, no. 

Salí del detalle del garabato grabado y miré la superficie, la mesa tenía algo como una presencia. Antes era una mesa cualquiera, impoluta, que me preocupaba mantener. De lo cual me liberó Lola y en ese momento recordé el arte oriental de reparar objetos rotos. Asocié la belleza a una suerte de memoria material, es decir la posibilidad de descansar del recuerdo. Me imaginaba en el futuro al ver esa marca, encontraría una escena. Estarían amiga e hija, de quien observé detenidamente no impostar las formas. Lola nunca oculta sus expresiones de malestar ni la pereza ni el tedio. Un día fuimos al súper con pantuflas de conejo. Otro día, hablamos y sentí que escuchaba lo que intentaba decirle. Otro día quise charlarle y respondió breve para irse pronto. Cuando la vi escribiendo la madera, decidí esperar a que terminara para no evitar que fuera, para que amiga no se vea en el compromiso de hacer de madre disciplinante. Hay pocas personas a las que se haya criado libres. 




Entonces la belleza del uso como signos que harían descansar de recordar para rescatar del silencio la historia. Escribimos para soportar la incesante fuga de realidades. De sensación de las cosas tangibles. De algunos eventos en el tiempo pretérito queda a veces solo un rastro físico emotivo. Hay un tipo de ansiedad generalizada sin fundamento tal vez apoyada en el límite de la atención humana. Neurológicamente el cerebro tiene capacidad para reproducir cada detalle y reconstruir en imagen, el radio de visión de la mirada. No así el recuerdo, porque el recuerdo es lingüístico y el registro verbal sucede lineal mientras los sentidos significan una constelación experiencial compleja instantánea: coexistencia fotográfica. 

El afuera sucede en el plano de la imagen acabada mientras el interior, es un anhelo de narrar instantes continuos de los sentidos intersectados. Mirando la mesa podía ir directo a un momento vital, donde a lo que accedía con un ahorro fantástico de mapas neuronales era a significados construidos a partir de lo cual la forma de relatar lo vivido cambia. Empecé a limpiar las motas de polvo de la madera con un paño húmedo. Inicié un proceso de contemplación dirigida extendido. 

Advertí cómo la mesa cambiaba de color. Antes resplandecía incandescente y ahora manaba un aura dorada en medio de la habitación blanca. La belleza de lo viejo no reside en las marcas únicas que transforman al objeto sino en cómo un trozo inerte de materia estática va presentándose a la mirada imperceptiblemente otro. De una manera callada vira a nunca el mismo. El principio de la teoría de la relatividad se sostiene en la suposición de un punto fijo. Admitir la existencia de un punto fijo hace existir el tiempo: si el observador abajo del tren permanece y en un vagón alguien camina en sentido contrario a como avanza el tren, el espacio que aquel recorre retrocediendo, no llega a pasar siquiera atrás un paso del punto de partida sobre las vías y de hecho, avanza porque la superficie sobre la cual camina se halla en movimiento. Si retrocediera a la velocidad que la superficie avanza, se mantendría en el punto de partida en la mirada del observador fijo abajo del tren. 

Las cosas parecieran evocarnos el paso del tiempo siendo ellas punto fijo mas proyectando en ellas una la mutabilidad, la del cuerpo propio; e identificando este cuerpo con el que accedo a diario a las cosas, de las que creo no cambian, con el punto fijo. Cuando creo que las cosas no cambian y las reconozco en su especie de objetos, invento una creencia con base en la situación recurrente de volver a buscarlas donde las haya dejado y, en tanto ninguna causa eficiente las hubiere desplazado, siguen ahí imperturbables. 

La belleza de los objetos atravesados por el uso consiste en la habilidad de cada quien de transcurrir a la par de esas variaciones asombrado. Si alguien camina a la velocidad de la luz, para ese ente el tiempo deja de perderse. Advertir la discontinuidad de lo mismo en los rastros del uso pone en escena lo eterno, que es distinto de lo infinito, es en cambio lo sin tiempo. Un afuera de la muerte. 

El lavarropas terminó de lavar, ahora atardecido; yo dejé de andar por las palabras, me introduzco al incesante repliegue de las horas. No sin agarre en las cosas. El termo vacío, la madera del mate partida, la bombilla manchada. El polvo. Lo fuera de lugar. 


***


Imagen 1: Anónimo (1940), Días de Lavandería durante invierno.

Imagen 2: René Magritte (1962), Les belle realities [Las bellas realidades].


***

 

Maira Rivainera (1991). Columnista en revista La Papa. Publicó La realidad es más intangible (Poemario. Edición digital, 2020, disponible en Tiendita Virtual lapapa.online), Un muro maldito (Poemario. Edición de autor – digital, 2021) y Hacer nada (Poemario, letradecarta, 2022). 

Hace letradecarta.blogspot.com


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