La paradoja del gran jardín

Tiempo, espacio y lenguaje: bifurcaciones e integraciones en El Jardín de senderos que se bifurcan, de Jorge Luis Borges

Por Pablo Toblli |


¿Alguna vez soñaron con un tiempo, espacio y lenguaje propios, que sea de ustedes y, en suma, de unos pocos más, selectos de su espíritu y que, además, nunca tengan que dejarse sobornar por otra triada del magma ordenador del caos y que, finalmente, esto no les dé ninguna culpa?

Releo El jardín de senderos que se bifurcan y atiendo al deseo de Hsi P’êng, a su decisión de realizar una última proeza de soldado y vencer. Sabe que es perseguido, se siente cobarde porque no puede hacer frente a la amenaza de su perseguidor, Richard Madden. Sabe que pronto morirá, pero justo luego de sentirse totalmente disgregado y vencido por su cobardía, decide que musitará su último mensaje. Como esa clase de poetas que no atacan de frente la agreste realidad, que no se hunden en su fango, Hsi P’êng la orlará con otros sentidos, eludiendo la explícita y vil riña con Madden; puesto que traspasa de un sentimiento de total abatimiento a una felicidad casi abyecta, como él mismo dice. Entonces, tomará el tren hacia la casa de Stephen Albert para conocer el jardín de senderos que se bifurcan; durante el trayecto irá allanando el camino para encontrar su último y más logrado símbolo que presiente tiene su último eslabón en aquel jardín, mientras detentará y hará crecer a cada instante las urdimbres poéticas que anuncian algo colosal y postergado, de allí los pequeños atisbos que se plasman en visiones o ensoñaciones: “Bajo árboles ingleses medité en ese laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre secreta de una montaña, lo imaginé borrado por arrozales o debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos...”

Hsi P’êng se siente en sus últimos días, sin recursos psíquicos; se merodea aplanado, pero en ese estado decide abocarse a otra cosa que a la cobardía que lo inmovilizaría. Construye lentamente un espacio alterno, a través de digresiones poéticas que van anunciando el sendero en donde confluirá un todo, en el que su existencia estará justificada y unificada como la de un hombre hábil y valeroso: la decisión de matar al gobernador Albert, para salvar a un país entero y superar el lacerante sentimiento de fragmentación y minusvalía que le implicaría terminar su vida como un cobarde. Por lo tanto, la perfección y la magnificencia lo empieza a habitar: “Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de algún modo los astros. Absorto en esas ilusorias imágenes, olvidé mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre las ya confusas praderas. Una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia”.

Esta sensación de vastedad, de belleza y unidad parecieran que son una herencia, una marca de la sangre, un desembocadero de sentidos que ya estaba en su antepasado Ts’ui Pên, quien se inmoló socialmente y se recluyó a escribir y realizar un jardín. Entonces, Ts’ui Pên, el sabio o ermitaño, artista solitario y desertor, impecablemente desencantado, rehúye a no explotar el poder de los sentidos, a no encontrar los signos omitidos por la llana lectura del universo y se dispone a escribir su novela con múltiples senderos de significaciones que se abren; paradójicamente, en esa bifurcación amalgama su propio tiempo, espacio y lenguaje, sin volver por un instante a la triada que ya abandonó para siempre, la que todos manosean impunemente: “—Asombroso destino el de Ts’ui Pên —dijo Stephen Albert— (…) todo lo abandonó para componer un libro y un laberinto. Renunció a los placeres de la opresión, de la justicia, del numeroso lecho, de los banquetes y aun de la erudición y se enclaustró durante trece años en el Pabellón de la Límpida Soledad. (…) Ts’ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. El Pabellón de la Límpida Soledad se erguía en el centro de un jardín tal vez intrincado”.

De igual modo, Hsi P’êng lleva una empresa equivalente en sus últimos días de vida y le pone el cuerpo a su decisión; se siente triunfador y penetra el vasto mundo de lo que le estaba siendo anunciado; esto es, un paraje sublime, lleno de sí, con la tarea hecha, esa especie de inmortalidad que los hombres terrestres podemos sentir en vida, en algunos instantes que tenemos la sensación de estar en el momento y lugar indicado.

Hsi P’êng se aprovecha de este hallazgo que encuentra en el jardín de los senderos que se bifurcan, sabiendo que la imagen incompleta del tiempo le permite corregir su cobardía, su abandono incipiente en la inconsistencia de no ser, a través de las enseñanzas de Albert, a quien luego utilizará como materia de su propio mensaje: "No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma". Entonces, haciendo uso de la palabra certera, que no se diluye entre la niebla, dice, por fin, en la amalgama de un espacio y un instante.  

Hsi P’êng es el ermitaño, el fiel soldado, el patriota y el artista, todo al mismo tiempo antes de morir. Dispara a Albert y metafóricamente comunica a su país el mensaje que solo él sabía. Encriptadamente y como en la performance de un artista de la crueldad, compone el símbolo Albert con la pólvora como tinta evanescente, representando la ciudad inglesa que Berlín debía invadir: Albert.   

 

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Pablo Toblli es Licenciado en Letras por la UNT. Publicó los libros de poesía Nace en lo próximo (Ediciones Magna, 2015) y Lucero de ruinas (Ediciones Último Reino, 2017). Es editor del blog Rombos. Nació en Tucumán, en 1987. Su e-mail es pablotoblli@gmail.com, por cualquier contacto.

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