A la deriva
Por Diego Reynaga |
En el año
1917 Horacio Quiroga escribe uno de los cuentos, tal vez, más conmovedores y
ominosos de la literatura latinoamericana: A la deriva. En él
narra, desde el mismísimo inicio, la sufriente proximidad de la muerte que
experimenta un hombre ante la embestida de la naturaleza impiadosa: una
mordedura en el pie de una serpiente, la yararacusú. El veneno inoculado por el
anfibio circula aceleradamente en el desdichado ser y corroe sus entrañas hasta
hacerlo expirar sin más. Allí, claramente, el triple mérito o efecto del
cuento. Por un lado, marca la experiencia de corte que implican ciertas
situaciones humanas; esto es, entre esto que se vive y aquello que se comienza
a percibir no hay una línea de continuidad, es un antes y un después como
fractura existencial. Por otro, el relato de Quiroga, con mayor precisión y
fineza narrativa que la de un etnógrafx, lleva al lectorx a covivenciar la sensación
de la degradación de la carne y del fin último. Uno siente en la piel la
debacle de la vida, el terror de saber que el caos se apodera de nosotros. Por
último, el título y su exquisita trama muestran que la naturaleza cuando ensaya
su furia o cólera hacia lo humano arroja a los seres a un escenario de
desesperación y orfandad donde nada ni nadie es un sostén o un consuelo.
¿Cómo
conectar la reflexión social contemporánea a partir de esta estética
quiroguiana contenida en A la deriva? Como ejercicio intelectual
-ficcionado por cierto- se examinan algunas metáforas literarias que el relato
nos provee.
Una pisada blanduzca y la mordedura de la yararacusú: Un pie. Un pie que se desplaza y pisa confiado en su
andar habitual, queda expuesto ante el pavor que provoca una pisada movediza.
Es el instante, tal vez, en el que la naturaleza aparece sin velo y la
seguridad que proveen las protecciones culturales se volatilizan. Un pie a la
intemperie. Un pie que pisa, en soledad, la bravura de lo natural. Un pie que,
en esa soledad, se enfrenta, en un mismo momento, a la aterradora incertidumbre
del no saber. Eso es, literalmente, lo blanduzco de la pisada que narra
Quiroga.
Muy probablemente, el contexto actual de pandemia, que
afecta en forma dramática a nuestra provincia norteña, posea una conexión
semántica con esa imagen viscosa. ¿Qué resulta ser análogo? Casi sin lugar a
dudas, el repliegue estatal y, su contraparte, la intemperie ciudadana. Del
estado protector y del cuidado sanitario se transmuta, en pocos meses y por
obra de definiciones políticas de fuerte raigambre capitalista, a unx ciudadanx
que debe buscar su propio resguardo y seguridad. Premisa que reduce a la esfera
del sujeto el orden de la responsabilidad: la salud (su éxito o fracaso) es
producto, casi en forma exclusiva, de la acción individual. Así, el estado
desmonta su función protectora y deja libradx a cada unx a su propio destino en
virtud preservar la maquinaria mercantil. El poder económico impone una tiranía
con un rostro proteico: a veces, con expresión feroz, otras, con cándido
gesto.
En este escenario es frecuente escuchar hablar de la
“presión económica”. Una fuerza, pareciera ser, con poder de choque y patota
hacia aquello que pretenda contradecirla. Allí cobran sentido las palabras de
la ministra de salud provincial quien declara en el anverso de su afirmación el
ideal de confinamiento social y en su reverso discursivo la imposibilidad de
concreción. El espíritu del capitalismo es una fuerza que barre, aún en el
drama social de la pandemia, cualquier registro de humanismo. De allí la manía
por los números y por el afán cuantificador. Tantos muertos, tanta ocupación de
camas o tanta pérdida económica. Son números que, en su cambiante y dinámica
evolución, construyen un mapa de decisión política. Pero números al fin; son
números que, en su milimétrico cálculo, comandan el destino diario de nuestras
vidas. Es en esta línea de razonamiento que es posible comprender los motivos
por los cuáles el gobernador tucumano desoye las recomendaciones sanitarias a
nivel nacional (“volver a fase 1”) y le hace un guiño al sector productivo y
empresarial. Construyen, junto a un COE subvaluado técnicamente, un popurrí de
fases que tienen muy poco de criterio de salud pública. Son ensamblados que tienen
como norte el sostén de esa maquinaria. Así, la gestión pública alcanza,
quizás, su máxima simetría con la privada: no parar, producir, explotar. The
show mustgoon es el credo fanatizado que difunden e instalan los
neoliberales en el mundo. Y en pandemia, en nuestra provincia, es el pulmotor
de la gestión. Una suerte de bolsonarismo blando o mutado.
Así, el/la ciudadanx es arrojadx al descampado de lo
incierto, de la angustia y de la desolación. Los pasos que emprenda no tienen
respaldo ni seguridad alguna y, en ese tránsito azaroso, puede tocar o rozar un
suelo movedizo o blanduzco que presagia su descalabro humano. La vida, su
propia vida, no representa un valor de cuidado para este estado de la
especulación. Quedar desamparado ante un mundo aterrorizador. Una versión
contemporánea de Wladyslaw Szpilman de El pianista, quien
busca escapar, escabulléndose en las sombras y en las ruinas, al caos
irracional de la guerra.
Por otra parte, la mordedura de la yararacusú
representa una clara metáfora no sólo del virus sino, más bien, de su principal
transmisor: el hombre. Todas las secuencias de marchas anticuarentena, y su
consabido aparato mediático-político que las impulsa, amarran en un mismo
muelle: dañar al otro. Unx anticuarentena, con su modo vehemente, irresponsable
e individualista, agrupado en masa o con actos líberos, quiere aniquilar la
otredad del otro; desea repeler y eliminar todo lo que no se encuadre en la
esfera de su yo. Por ello, el universo de sentidos es un espacio temido y
rechazado por estx sujeto.
Y todo ese odio es, en estos días de pesadumbre,
emblema de partido. Incendiarixs del lazo y del contrato social. Son el
equivalente actual de los falangistas vivando a la muerte en la Universidad de
Salamanca en la guerra civil española. Constructorxs de políticas necrófilas.
Quieren la muerte y el caos para fundar y acreditar su existencia. Una
inversión tanática del cogito cartesiano: “mato luego existo”.
Representan, literalmente, los colmillos del animal que se clavan en la carne
vulnerable del enfermx. Gráficamente, los gritos encolerizados que vociferan en
la plaza pública le privan del último hilo de respiración alx deshauciadx que
está hospitalizadx. Son verdaderxs agitadorxs sociales en tanto consumen el
aire ajeno; agitan y colonizan lo impropio con la convicción de que su verdad
trasciende toda
frontera.
Dos puntitos violetas, una pierna deforme y un
violento escalofrío: esta
secuencia del proceso de transformación, frenético y sin pausa, de A la
deriva es, probablemente, lo más conmovedor del mismo y, también, lo
que más se asemeje a estos días de dolor y muerte. Y es porque, justamente,
devela el proceso. En La metamorfosis de Kafka elx lectorx se
despierta con Gregorio Samsa convertido en un bicho extraño e irreconocible. No
se sabe nada de la siniestra transformación. Este recurso creativo abre una
caja negra poética que libera la imaginación lectora. Por el contrario,
en A la deriva el proceso es visible. Descarnadamente visible.
Un hombre, Paulino, ve la mutación acelerada de su descontrolado cuerpo. No hay
respiro ni tiempo. Es descomposición, deformidad y desesperación. Un ser que se
consume de un modo vertiginoso. Quien era ese hombre, su historia e identidad,
arde en el umbral de su finitud. Y lo sabe y siente.
En estos días, la desesperación y la transformación
dominan la escena. Quien enferma inicia, sin preludio, un desenfreno vital. Lo
peor puede pasar. Es una caída libre emocional y mental. La existencia puede
trastocarse en otra cosa. Aún un enfermo asintomático o leve teme el desastre:
que su cuerpo inicie la secuencia del horror: una secuencia virulenta e
imparable que desconoce de amos y señores. El colapso que pre anuncia el no
ser.
Y es, precisamente, el personal de salud quien
presencia la transformación de ese cuerpo desbocado y sin rumbo. Ellxs
atienden, sin pausa ni descanso, ese último estertor del moribundo. Ven cómo lo
humano expira. Nadie más conoce el filo de ese drama. Por eso viven, como nadie
lo intuye o sabe, en realidades disociadas: en el borde interno, el aplomo y,
en el externo, la liviandad. Un médico tucumano da cuenta de ese quiebre
perceptivo: estar en una misma tormenta, pero en embarcaciones diferentes. Una
piel que está adherida, aún en el anonimato, al sufrimiento del otro. Salvo que
esa experiencia se maquinice, como es propio de esx autómata desalmadx que
habita dentro de todo sistema burocratizado, la pena cala los huesos de ese
personal. Una mimetización carnal. Se comprende, en consecuencia, el alto
índice de contagio que
sufren.
Un hombre moribundo en su canoa, el atardecer en una
inmensa hoya del Paraná y el fulminante fin: Ese hombre que lucha contra la naturaleza impiadosa
sabe que va a morir. El río, el viento y el atardecer comandan su canoa. La
desesperada búsqueda por encontrar a alguien que lo salve (la caña de Dorotea o
el compadre Alves) cede paso a un lento cauce hacia la muerte. Sobrevuelan en
él pensamientos mundanos y baladís (“el tiempo que había pasado sin ver a su ex
patrón Dougald”) que lo conectan con lo cotidiano de la vida y lo llevan a
creer que su fin está en un horizonte lejano. Pero el destino inexorable lo
espera: sólo, sin equipaje ni herencia. La muerte y él; con el río Paraná como
escenario de fondo se pinta una estética trágica. Lo fulminante aparece,
así, ex nihilo, como ese rayo que parte la tierra.
En la actualidad, la muerte va al encuentro del
desahuciadx, en un encuentro sin intermediarios. Nada de ritual social que
acompañe la partida del ser. Una versión extrema de lo que describe Elías
en La soledad de los moribundos para las sociedades modernas
en las que la relación con la muerte adopta un carácter más privado e
individual que público y social. El virus cierra el círculo de despedida y
elimina la última ceremonia de encuentro entre deudxs. Un virus que exacerba el
individualismo y la desacralización. Así, el hombre, solo y moribundo en su
canoa por el Paraná, es un símbolo quiroguiano que abre una cuña para pensar el
proceso de la muerte en la actualidad. Una muerte sin ropaje social que
acompañe ese instante. Así, el virus fulmina la conexión humana en el ocaso de
la vida.
En estos tiempos de tanto dolor y muerte resuena,
insistente, la cuestión que Freud le plantea a un amigo con motivo de la gripe
española de principios del siglo xx: “¿Puedes recordar una época tan llena de
muerte como la presente?”. Estar llenos de muerte y casi sin espacio para nada
más allá de la muerte. Muerte, muerte y más muerte. Un tiempo que acumula
muertos y un dolor insondable. Por ello es una cuestión de nuestra época el
desafío de reconstruir humanidad en medio de este páramo que trunca vida,
sueños y esperanzas.
OBDULIO
***
Diego Reynaga
Psicólogo
/ Mg. En Psicología Educacional.
Docente
e Investigador Universitario UNT.
Autor
y co-autor de libros y artículos especializados en psicología educacional y
educación.
Autor
del libro Retroperspectivas. La reconstrucción de la memoria desde la
mirada de un hijo de desaparecida. Editorial Humanitas.
Ex
integrante de HIJOS y de Familiares de Desaparecidos.
Lautaro Quiroga
Nació
en Tucumán en el año 1995. Es un joven artista visual, músico y productor. Sus
obras están disponibles en la trastienda de la galería de arte "El
taller" (Tucumán). Junto a otros compañeros forma parte de un sello
incipiente de producción audiovisual y artística en Tucumán: producciones
Haiku.
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